27 agosto, 2012

Cosas que a veces pasan por mi mente

(Este post es como para mí, para usar esto, para que no se muera, para vomitarlo todo).

A veces pienso que me cuesta creer en el amor. Que si bien en mí hay mucho por dar a los demás, por mi familia, por mis amigos, con los que mi corazón se pone más blando, comprensivo, maternal y luchador que nunca, no puedo aún comprender el concepto de cariño de pareja.

Esto no es muy difícil de comprender si reviso cada episodio del historial de desastres con el sexo opuesto, pero a veces la gente pregunta cosas o habla de su primer amor y yo sé que aún no tengo nada que decir, que estoy conociendo de qué se trata mi primer amor, aprendiendo, y ni siquiera es algo humano.

Pero sí recuerdo algunas veces. Varias veces sentí que se me quemaba el cuerpo por dentro o que me dolía el corazón, pero el tiempo me ha hecho entender que así no ha sido. Cuando tenía 13 y estaba en esa edad que uno busca aún muchas respuestas e ideales, porque falta mucho por desarrollar (diez años después sigue todo igual), tenía tal convicción de que el chico que conocía no podía sólo gustarme. Lloraba todas las noches porque luego de varios meses de compartir muy infantilmente pensé que había perdido mi oportunidad con él. Tenía 13 poh, un poroto, pero uno muy sufrido. Lloraba, hacía cartas únicas, poemas, canciones, no comía, todo hasta el fin de semana cuando al fin lo podía ver o podía ir una hora a la casa de mi papá y poder conectarme a internet desde el teléfono para chatear un rato. Dos años me pasé así y luego de muchas cosas y llantos, se me pasó. Con los años me di cuenta que me gustaba, pero nunca tanto. Al menos me sirvió para ser creativa en mi pre-adolescencia.

Años después cuando ya iba a cumplir 18 me caí cuático. Luego de mi pequeño anti amor a los 13 (que resultó que era ultra imposible por diversos factores que podrán inventar en su mente) y un pololeo en el que yo era muy inmadura, decidí odiar a los hombres. Claramente es una idea que nunca me ha resultado, pero lloraba tanto que no quería más. Tuve unos dos "enamoramientos" bien largos que nunca funcionaban hasta que decidí salir a la luz.

Entre fiestas y el despertar de la inocencia, me (sí, es fuerte, pero creo que es la única palabra que calza) obsesioné y enceguecí con uno de esos chicos que todos te dicen y uno sabe que "no da la talla". Un año más o menos estuve en un vaivén y seguía llorando en mi pieza porque yo sólo quería un pololo rico y buena onda que me hiciera nanai: no. En el mundo real no es na' así la cuestión. Cuando ¿"terminamos"? me acuerdo que le dije a una amiga que no podía dejarlo porque lo amaba, tenía en llamas mi corazón. Pasaron dos semanas cuando lo volví a ver y todo se había ido. Años más tarde, nunca fue amor, nunca fue.

Y al fin llegó la última vez. La que me tomó por sorpresa, ya no buscaba nada porque después de unos dos años prefería el celibato y la vida de monasterio que el contacto amoroso con alguien. Me dan lata las citas, planear cosas, las expectativas. Soy jugada cuando estoy pisando terreno seguro, pero sino soy floja. Y la decepción me había hecho muy floja, así que realmente me sorprendí cuando de la nada estaba teniendo un "algo" (sí, así de ambigua e informal, soy chilena).

Un "algo" estable y bonito. Sin el caos ni el drama que tanto me gustaban. Algo que no exigía lo que no quería y que podía compartir lo suave y lo intelectual y las cervezas (que tanto me gustan) y la playa y lo interesante que hacía a la relación que fuese escrita en un código especial, que no todos podían ver. 

Pero pasaron esos pocos meses rápido y el suelo sólido se acabó, tenía que tomar otro camino. Podríamos decir que hubo conflicto de intereses, como toda relación acaba. Y bueno, sí un poco de drama extraño y -nuevamente- llantos, pero que esta vez pararon rápido.

Habían cosas de esta última relación que me hacían pensar que realmente ahora sí me había enamorado: 
- Todos mis amigos me decían que sonreía como nunca lo habían visto antes, con gran alegría.
- No tenía miedo.
- Se veía mucho más promisoria que mis anteriores intentos de relaciones.
- Respetaban mi cartuchismo momentáneo.
- Escribía como loca, inspiración al máximo.
- Quería gritárselo a todos y me sentía confiada.
- Se proyectaban conmigo, antes de que yo me proyectara.

Además, si bien lloré como dije antes (onda, iba en el auto muerta de la risa y me puse a llorar, lloré durante dos horas como un bebé recién nacido que lo despertaron en este mundo crudo, mi mamá no podía calmarme, no podía respirar, fue horrible) sentía una extraña paz después de haber acabado. Todo este dolor que sanaba como costra en mi piel me hizo creer que estaba enamorada, pero luego descubrí que ese día no paraba de llorar por la desilusión que me produce constantemente la raza humana y que luego no podía dejar ir cada recuerdo por orgullo.

Tres veces creí que sí.
Hasta que me di por vencida. Y hasta hoy, creo que ya no tengo que seguir buscando tanto. Mi corazón se aferra a objetos de afecto y ahora que, cansadísima, los botó todos por la borda, al fin creo que puedo aprender a amar. Amar yo primero, sin condiciones, sin una persona fija. Sólo amar. 
Y qué importa al fin y al cabo... ya mi piel está dura con lo que he vivido: mujeriegos, pretendientes que después descubren que son gays, comprometidos, inseguros, tantas cosas, yo tampoco soy perfecta... pero ahora, aprendo amar a Dios. Y eso es más bacán que todo. Y para eso, antes necesitaba pasarlo todo.